Día a día aprendiendo a ser

Cierro los ojos y veo... 

Veo a una chica común, con una sonrisa nerviosa en su rostro yendo hacia alguna parte. Se nota entusiasmada, y tiene una chispa a su alrededor que va dejando caminos de flores. La veo caminar, y camina rápido. Lleva con sigo un celular, que cada menos de un minuto vibraba y allí estallaban miles de fuegos artificiales en su mirada. Camina y camina, sin saber a dónde ir. Parece decidida, pero de un momento a otro pasa a ser rendida, vencida por su espera sin paciencia. 

Se va, ¿cómo que se va? ¡No puede irse! ¡No justo ahora!. 

La veo y mira hacia el frente, desilusionada. La observo y ella baja la mirada, vio algo que la puso más nerviosa de lo que estaba. Trato de ver qué fue lo que la hizo sentirse tan inferior, tan inmune a la sensación de querer ser invisible. Y allí estaba, era él. El dueño de los mensajes, de esa sonrisa extraña, de ese nerviosismo, de esos latidos rápidos en el corazón de ella. 

El joven que se acercaba disimuló la risa que le causaba esa actitud en ella, pero no pudo evitar dejar salir una sonrisa de satisfacción, provocada por la ternura de esa niña. Porque eso era y eran, niños. Veo como se acerca y al estar a centímetros de ella, no le salen las palabras, y en milésimas de segundos están abrazados.

No pude escuchar que es lo que decían, pero logré captar un "por fin" antes de que sus labios chocaran por primera vez. No quise seguir mirando para que compartan ese momento efímero a solas y abrí los ojos, el sueño acabó, pero tengo capturada esa imagen de ellos dos, representando al amor en su mejor momento. Y así se fueron, abrazados diciéndose cuánto se querían, al igual que mi recuerdo. El mejor recuerdo de mi vida.